Los animales son seres maravillosos, pero también son seres vulnerables. Y las personas que adoramos a los animales también somos vulnerables; esta fascinación nos hace ser posibles presas de actividades que si supiéramos mejor, no apoyaríamos. Así pues, en muchas ocasiones, las personas a quienes nos gustan los animales, contribuimos involuntariamente a la cruel explotación de animales
A continuación la experiencia de alguien que entró en el “Templo de los Tigres” de Canchanaburi, Tailandia, con mucha ilusión y se marchó con unas cuantas dudas…
¿Qué harías tu si tuvieras la posibilidad de entrar en un centro de este tipo? ¿Te negarías a entrar o lo harías para ver su funcionamiento con tus propios ojos?
Kanchanaburi, Tailandia
«Fuera de las rutas turísticas de Tailandia, a unos 45 minutos del mítico rio Kwai, en un punto del valle que transcurre a lo largo de las elevadas montañas selváticas y fronterizas con Birmania se halla un lugar emblemático, distinto, especial, paraíso para los amantes de los felinos: el llamado “Templo de los Tigres”. Un inmenso “jardín” entre extensos campos de cultivo creados en donde no mucho tiempo atrás fueran vastas extensiones selváticas, y que actualmente se ha convertido en una combinación de ambos y, por ende, en un lugar de “convivencia” entre humanos y tigres.
No hace falta ser un gran especialista en fauna para imaginar qué va sucediendo paulatinamente con estos últimos: el aumento tanto de la población como de la actividad agrícola va diezmando su hábitat natural y, por consiguiente, sus posibilidades de supervivencia.
En ese entorno, y a un extremo de la carretera, puede observarse un enorme panel, en forma de cabeza de tigre, por cuya boca se accede a un camino que conduce hasta este pequeño paraíso (o eso es al menos lo que desearía imaginarme).
Junto a la típica parafernalia turística, un jabalí de tan sólo unos meses permite ser acariciado sin reaccionar en lo más mínimo. Es totalmente manso. Al acceder propiamente a los terrenos del templo, una manada de búfalos se baña en un estanque natural. No se inmutan ante la presencia de humanos. Salen del estanque tranquila y lentamente, y pasean a su ritmo por el camino que conduce hasta donde dentro de poco se nos permitirá observar, acariciar, jugar, alimentar y mimar a los tigres. Bajo un árbol, dos monjes budistas charlan junto a un ciervo. Me acerco a ellos. “¿Puedo acariciarlo?” – les pregunto. Se ríen. “Pues claro, ¿de qué tienes miedo?” – me responden. Resulta ser el más tierno animal.
Acercándome a la zona del templo propiamente, donde se nos invita a desayunar con los monjes, mi corazón palpita fuertemente: ¡Por fin estaré rodeada de los animales cuya compañía desde tanto tiempo he deseado! Pero la realidad supera cualquier expectativa. Mientras el grupo de monjes desayuna en una amplia estancia de techo cubierto, pero al aire libre, a un lado de la misma se halla otro grupo: 8 tigres de 6 meses a 1 año de edad, esperando para jugar y, sobre todo, para recibir sus biberones y sus comidas. (Están atados, sí, porque el personal nos indica que ellos no constituyen ningún problema para los visitantes, pero que de nosotros puede esperarse todo y, por tanto, prefieren evitar posibles conflictos). Y, evidentemente, los tigres se aproximan a nosotros como el más dulce gatito abriendo ligeramente sus bocas para tomarse los biberones que se nos han dado. A esa hora, en realidad, “pasan” completamente de nosotros. Sólo quieren su biberón. Luego nos permitirán jugar con ellos.
Algo más tarde (no me preguntéis cuánto tiempo más; ese día la noción de tiempo desapareció para mí) aparecieron unas cuidadoras con 4 cachorros de menos de un mes. ¡Segunda tanda de biberón! A éstos puedes tenerlos en brazos mientras les alimentas. Son (relativamente) pequeños pero, eso sí, ya muy espabilados. Podemos alimentarles, acariciarles, mimarles. Algunos se duermen en brazos al poco rato. Son aún bebés.
Una anécdota al respecto: Poco después hubo algo que me hizo dudar de las intenciones del Templo. En una jaula grande había encerrados tres cachorros de 1 semana, separados de su madre. Me dijeron que ella estaba con el público al mediodía. Nunca supe si realmente era temporal o en realidad les separaban enseguida. Por otra parte, sin embargo, otro hecho me hizo creer que realmente les cuidaban y les amaban. Mientras acariciaba al bebé al que le di el biberón, él me devolvió la caricia lamiéndome la mano. ¡Me llevé una bronca! Una de las cuidadoras me gritó que no lo permitiera, porque podía infectarle con mis bacterias. Sinceramente, su reprimenda no me afectó lo más mínimo; al contrario, pensé que adoraban a esos pequeños, que realmente se ocupaban de protegerles en un lugar fuera del cual tenían cada vez menos oportunidades de sobrevivir.
Siguiente paso: Se nos permitió pasear a algunos tigres aún muy jóvenes (de 4 a 6 meses, aproximadamente) hasta un recinto para que jugásemos todos. Atado al extremo de un palo había un saco grande de pienso vacío. Se trataba de airearlo para que hiciera ruido; ante lo cual, ellos se lanzaban rápidamente sobre él para intentar atraparlo, morderlo y echarse al suelo dándole patadas con las patas traseras, mientras lo agarraban con las delanteras. Tuve la sensación de estar jugando con mis gatos, sólo que… rodeada, (junto a otras personas también – visitantes y cuidadores) de unos 10 tigres que se lo pasaban en grande con sus juguetes. La emoción resulta difícil de describir, la verdad.
Cuando los tigres se cansaron ya un poco, ¡y nosotros quedamos literalmente exhaustos!, fue la hora de comida y baño. Uno de esos pocos momentos en mi vida en los que pensé: “¿Pero cómo se te ocurre hacer algo así? ¡A causa de mi pasión por los animales estoy a punto de perder tres dedos!”. Me explico: se trataba de darles trocitos de pollo hervido en su misma boca. Me llevé una inmensa sorpresa: se acercaban a mi mano y tomaban la comida con una suavidad y una delicadeza exquisitas.
A propósito del pollo hervido, así es como se les alimenta, además de con pienso, a lo largo de toda su vida; desde el momento en que dejan de tomar biberón e incluso cuando lo combinan con el mismo. El objetivo consiste en que no tengan el instinto de atacar obteniendo como resultado sangre fresca, además de carne.
Después de hincharse de pollo hervido, se dejan bañar con mangueras, e incluso enjabonarse. En cuanto a esto último, la verdad es que no estoy muy segura de que sea una buena práctica para ellos, sino más bien un reclamo turístico más (lo cual sería uno de los puntos a tener en cuenta).
¡Y la emoción va en aumento! A continuación, se nos permitió interactuar con los más grandes, lo cual significa con tigres de unos 200 Kg. Una vez más, atados con un collar, les llevamos o, más bien, “ellos nos llevaron” a lo que llaman el “cañón”. Van directamente hacia allí como una costumbre y porque saben que es un lugar de recreo. Otra anécdota: cogí la correa y, como si se tratara de pasear a un perro, me la enrollé en la muñeca. Inmediatamente me indicó el cuidador que la dejase siempre suelta. “Si por casualidad le da por echarse a correr, tú volarías por los aires y te arrastraría. Pesa cuatro veces más que tú” – me dijo.
El cañón es una zona abierta sólo por un lado, a la cual se desciende y en cuya parte más profunda hay una especie de lago. Allí quedaron totalmente sueltos 7 tigres enormes. Uno de los cuidadores subió a unas rocas en medio del lago y empezó a agitar una bolsa de pienso. Poco tardaron los tigres en seguirle y, al intentar alcanzar la bolsa, saltaban directamente al agua. Subían a las rocas y se echaban al agua una y otra vez. Nosotros les observábamos fascinados, a unos 5 metros de distancia, sin la más mínima sensación de peligro o desprotección. Esos animales se comportaban como tiernos gatitos, que se lo estaban pasando en grande. Pregunté si podía jugar con ellos yo también. Negativa rotunda – “el riesgo es demasiado grande”, me dijeron.
Cuando se cansaron de saltar al agua y empezaron a tumbarse para descansar, aparecieron algunos monjes con más tigres. A nosotros nos hicieron a un lado y empezaron a atarles uno a uno, con un cuidador junto a cada uno de ellos. Les dieron agua (en botellas de agua mineral) y nos dejaron que nos aproximáramos y les acariciásemos – siempre por detrás. Y una sensación de inmensa plenitud y felicidad, de complementariedad con ellos y con la naturaleza entera, que perdurará en mí eternamente, la tuve cuando me preguntaron si quería que alguno posara su cabeza en mi regazo y permaneciera ahí un rato. Al principio no me lo creí pero, por lo visto, iba en serio. Cuando el cuidador me indicó que me sentara junto al enorme tigre y acercara mis piernas a su cabeza, que él seguiría durmiendo plácidamente sobre mí, no sentí el menor temor; sino que me invadió una intensa sensación de ternura, de amor hacia él y de unidad con el reino animal al completo. Fue en ese instante cuando decidí dejar de ser un sujeto pasivo, que sólo comenta cuánto le apasionan los animales, y pasar a contribuir a que sean cuidados, amados y respetados, y a que los humanos tomemos conciencia de su enorme valor como seres con los que convivimos y que a cada instante nos adoctrinan, a que tomemos conciencia de su nobleza, su generosidad, su entrega, su autenticidad y una larga lista de cualidades.
El “paraíso” del Templo de los Tigres, sin embargo, no sólo me transmitió absoluta fascinación, sino que me marché con varias dudas, algunas de las cuales son las siguientes:
– El monje que parecía estar al mando de los tigres (por cierto, había más de 80 en esos momentos) llevaba permanentemente un bastón bastante gordo. En alguna ocasión lo vi utilizarlo. No juzgo su actuación, sólo lo indico. Varias veces también, les tiraba del collar con la más absoluta brusquedad. Por otra parte, recibían incluso masajes. Con esta combinación me refiero a que, de algún modo, me pareció un comportamiento manipulador; es decir, por un lado te traslado a los cielos, por otro te maltrato psicológicamente; lo cual da lugar a un trato tipo “doble personalidad”, que conduce a confusión psicológica y, por consiguiente, a un dominio más fácil.
– Una minoría, era una reducida minoría, es cierto, pero algunos cuidadores eran absolutamente bruscos en su trato con los tigres. Mostraban un profundo enfado (¿por qué? ¿hacia qué?, ese es otro tema) y “lo pagaba” el animal.
– Sólo en una ocasión, mientras había un grupo grande de público en el cañón, uno de los cuidadores incordió sin cesar al tigre del cual se ocupaba: durante más de 1 hora no dejó de hacerle cambiar de posición, de darle golpecitos en “sus partes”, de propinarle leves patadas. Y cuando el tigre se giraba ligeramente enojado, sencillamente le pegaba un bofetón. Tras observarlo durante demasiado tiempo (para estar segura de no meter la pata), pregunté cuál era su nombre e informé a uno de los responsables. Me dieron las gracias y dijeron que había tanta gente en esos momentos que no se habían dado cuenta… ¿…?
A mi regreso de ese viaje a Tailandia oí comentar que en El Templo de los Tigres se traficaba con ellos, que por el hecho de alimentarles con pienso y pollo hervido no recibían todas las proteínas que realmente necesitaban, etc. No soy bióloga, ni especialista en nutrición, ni en psicología animal; por lo que sólo puedo transmitir lo que viví y cómo lo sentí, esperando que personas expertas descubran cuál es la esencia de ese lugar, y constaten si se trata… de un parque monotemático, de un centro de preservación, de ambas realidades o quizá de algo totalmente distinto y que a mí me pasó completamente desapercibido.»
Para más información sobre el centro: